Muchos recuerdos y algunas fotos

De vez en cuando, todavía cojo el móvil y abro la carpeta de las fotos. Deslizo a toda velocidad el dedo hasta que llego a mayo, y entonces comienzo a ir más despacio para continuar hasta marzo y encontrar las fotos que no borré y que me recuerdan los mejores momentos, o los que no quiero que se me olviden. Quizás podrían haber salido en el libro, pero el libro no tiene fotos y quizás por eso mismo las dejo aquí, para que a su manera, cuenten lo que en el relato yo cuento a la mía.

Reencuentro con la montaña

Las puertas de urgencias

Aprender a vivir con cicatrices

«Los niños reían fuera con la nieve. Me incorporé para verles desde la ventana corriendo y jugando felices a todas esas cosas maravillosas que a uno solamente se le ocurren en la nieve, y sobre todo cuando es niño. Apoyé el hombro contra el marco de la ventana y me esforcé en recordarles así, en recordarlo todo así para siempre y con detalle; sus idas y sus venidas, y también sus caídas. Las bolas y los bolazos, y aquel montón de nieve sin forma que quería ser muñeco.

Y sus risas.

Las inspiré casi sin fuerzas para llevármelas todas, para no dejar ninguna en el olvido de un mañana que pedía ya no serlo. Me despedí de cada uno de ellos en el corazón, y con el corazón los abracé. Regresé a la cama y desfallecí del todo.» (Respira Papá)

Diario de un padre con Covid Ramón Pinna

«Carlota, recibió el texto primero y como era ya tarde, casi de noche, me aseguró que lo trabajaría a lo largo del día para publicarlo al siguiente en el ABC.  

Un rato más tarde me escribió:

-. Ramón, necesitaría que además si no te importa, me mandaras una foto tuya en el hospital con la que acompañar el texto. Es importante.

-. Claro Carlota, me preparo y en un rato hago lo que pueda. 

Tomé precauciones para aprovechar un momento en el que Roberto estuviera a otra cosa o dormido para ejecutar el selfie sin tener que hacerle pasar por el trance de pensar que compartía habitación con un friki. Se dio la ocasión y no dudé. Alcé el brazo derecho desde mi posición de ligeramente incorporado y pulsé.» (Respira Papá)

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«Las comidas eran momentos especiales. Aquellas bandejas de tapa verde eran siempre una sorpresa buena. Me gustaba imaginar a las personas que las preparaban una a una y con todo detalle. A quien doblaba la servilleta, a quien ponía el pescado con cuidado, a quien movía en un “perolo” inmenso la delicia de crema de patata antes de servirla, y a quien finalmente, dejaba en la bandeja un papelito con mi nombre + aquello de DIETA COVID. 

Quizás estas personas ya sepan quién soy y quizás me tengan en mente en cada ocasión. Presentía que todas aquellas personas no andaban lejos, probablemente estarían abajo en la zona de las instalaciones del hospital acompañando a su manera nuestro dolor y poniendo lo mejor de sí mismas para aliviarlo.» (Respira Papá)

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«Toma, es para ti. Bueno, lo ha hecho la paciente de la habitación de al lado y me ha pedido que se lo dé a quien lo necesite. Ella siente que tiene que hacer algo por aquellas personas cercanas que están sufriendo. 

 Cogí aquel papel escrito con ternura y confianza y lo leí. Leí lo que la paciente de la habitación de al lado sentía que alguien necesitaba de ella. A su modo, como lo aprendió o lo vivió. Universal, absolutamente ecuménico y humano.

Decía así: Jehova es mi Pastor, nada me faltará.

Entre las letras azules, el dibujo también azulado de una especie de nube suspendida enmedio de nada y enmedio de todo. Marché días más tarde sin conocerla, o a lo mejor lo hizo ella antes sin conocerme a mí.» (Respira Papá)

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«Miré la bandeja con curiosidad y despacito levanté la tapa verde. La primera sorpresa fue que mi dieta ya no era COVID, sino dieta normal, lo que suponía algún que otro cambio como el de pasar de té a café, o de pan y aceite a bollo y mantequilla.

Y la segunda es que allí estaba la notita. 

“Puedes estar tranquilo. Todo va a ir bien. Te vamos a cuidar para que te pongas bien muy pronto”.

Era una cartulina pequeña del tamaño de una octavilla y de un color tirando a malva suave. Estaba escrita en mayúsculas, con tinta negra, mucho cariño y exclamaciones. En la firma, dibujado un corazón y un contento como los que le pintan en la mano a Emilie cuando supera un nuevo reto en el cole. Sonreí y me hice un selfie con la notita en la mano para recordar siempre tanto cariño anónimo.» (Respira Papá)

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«Vivía el trance tres veces al día: el proceso siempre era el mismo y mi angustia llegaba siempre al final, en el momento de la temperatura. Me atenazaba la sola la idea de tener fiebre, de pasar de 37 aunque fuera por poco. Necesitaba acumular días limpios, sin tacha ni febrícula, para intentar “acordar” con mi doctora una “rebaja” de aislamiento familiar, cuando por fin pudiera marcharme. 

Cogió la caja de las fundas desechables del termómetro, lo colocó bajo mi brazo y esperamos en silencio. 

-. 36,3 Ramón, está estupendo. Si le parece, le pongo ahora el calmante fuerte que tiene pautado por la doctora.» (Respira Papá)

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«No había hecho más que comenzar cuando me tuve que detener justo en la ventana. 

La vista era una preciosidad. La abrí, salté y volé un rato. Pasé por encima de las colinas de Collado Villalba en dirección norte, como hacia el macizo del puerto de Navacerrada y la Maliciosa. El día estaba despejado. Apenas cuatro nubes más allá de los Siete Picos.

Desde bien arriba vi nuestra casa y a los niños en el jardín, que ayudaban a María en su pelea con los esquejes de rosal resistidos a enganchar. Les llamé desde las alturas pero no me oyeron. Di otra pasada bien alta para decirles adiós, giré sobre mi propio vuelo y regresé en un instante para cerrar, porque el ambiente estaba fresco y yo seguía en pijama. ¡¡Qué regalo la ventana!!.»

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«Miré a los lados e improvisé un mapa mental. Delante de mí, en línea recta hasta la pared conté unos tres metros. Girando noventa grados hacia la izquierda, conté otros tres o cuatro metros más hasta la puerta amarilla de hoja ancha de la habitación.

Elevé cálculos y repeticiones y me cuadró. No era Madrid-Río, pero me valía para empezar. Estiré el brazo y me retiré el oxígeno. 

Calculé el tiempo que tenía hasta la comida y me lancé decidido a probar mi circuito. Me había traído de casa unas chanclas de esas de las de tela blanca que me dieron una vez en un hotel bueno. Me las puse y comprobé que me permitían un andar fácil y silencioso. 

Caminé los primeros tres metros despacito, giré con cuidado y enfilé hacia la puerta de la habitación. La toqué emocionado como hacen los nadadores cuando llegan al final y roté sobre mí mismo.» (Respira Papá)

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«Me impresionó una vez más el tamaño del vestíbulo vacío del Hospital. Caminé despacio portando mi pequeña maleta y sintiendo el fresco que me llegaba de la calle anochecida. Me detuve y miré todo el corredor a la derecha. La pared, desde la altura suelo hasta unos dos metros, era un tupido mural de dibujos y cariño, de recuerdo vivo para todos los que pasaban por allí, para los que les curaban o para los que estaban para ser curados. 

Me acerqué y con respeto delicado, los acaricié.  

Leí los nombres de mamás y abuelas, de abuelos y papás. Y leí los mensajes a corazón abierto para personas ya curadas, o para las que lo ansiaron sin la misma suerte. “Tú puedes”, “Todo va a salir bien”, y muchas veces la palabra Gracias. 

Y también corazones y arcoíris.

Me tomé una foto en el silencio sagrado y solitario de aquel mural para la memoria y el recuerdo. Seguí caminando despacio, casi contando baldosas, hasta que doblé a la izquierda para entrar en el vestíbulo principal del hospital, también vacío. Al fondo vi a María que me esperaba donde las otras veces.» (Respira Papá)

«Los niños comenzaron a caminar conmigo, pero siempre desde la simetría del lado contrario de la piscina. Pasamos el tiempo hablando y contándonoslo todo. Repasamos las tablas de multiplicar y jugamos a las palabras encadenadas y a decir, de seguido, todos los tipos de comida que recordábamos, incluidos los cachopos de Emilie.

Me miraban y veían en mi cara y en mi cuerpo las heridas abiertas de la debilidad, pero también el intento y a las ganas de un padre flojito y consumido. Y a su manera lo dieron todo en un desvivirse continuo por mí, en cada paso a mi lado o en cada cosa que pensaban que podían hacer por mí.» (Respira Papá)

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«-. Papi, dime qué necesitas y lo hago ahora mismo, me dijo Almita.

Me detuve, la miré con la ternura y le dije:

-. Cariño, creo que lo que necesito es que el tiempo pase muy deprisa, que corran las semanas para dejar atrás cuanto antes todo esto que no soy. Pero no te preocupes, mientras esto pasa, serán suficientes vuestro cariño y vuestra compañía.» (Respira Papá)

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«María, infinita compañera, también aislada en un silencio adulto al que no poder contarle que también ella se sintió mal en algún momento, que también le dolió la cabeza y la garganta y que la angustia, por momentos, le quitó el aire de los pulmones y la sangre de las piernas.» (Respira Papá)

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«Por la mañana amanecí algo más temprano, me calcé mis viejas botas de montaña y salí a mi encuentro y al de mi propio relato de curación. Crucé la carretera y me dejé ir entre los primeros bosques de las montañas en donde nace el río Guadarrama. Flaco y sin fuerzas, llevando siempre los bastones que en otro tiempo me impulsaban ágil hacia arriba y que ahora a duras penas me sostenían. 

Conviví durante meses con dolores que dibujaban con precisión todo el contorno de mi pulmón derecho, por delante y por detrás, como queriendo dejar claro que nada cambiaría muy deprisa.» (Respira Papá)